Carlos Gregorio Hernández | 14 de enero de 2021
Si se quiere superar la leyenda negra, hay que ignorarla o no focalizarse en ella y construir el relato histórico desde otros presupuestos que trasciendan a la refutación de ese argumentario.
La leyenda negra es algo consubstancial a la hegemonía de un país. La han padecido España, Gran Bretaña, Estados Unidos y la Rusia Soviética. Phillip Powell, uno de los hombres que mejor han defendido el legado del Imperio español, lo hizo para alertar a los norteamericanos de las consecuencias de su posición en el mundo basándose en nuestro ejemplo.
Europa es como es, en parte, por la hegemonía que disfrutó España durante varios siglos de la Edad Moderna. Las victorias en los campos de batalla contra una pléyade de enemigos, los descubrimientos, la conquista, colonización y evangelización de medio mundo, dejaron una huella imborrable en nuestra historia. La imprenta y la suma de intereses facilitaron la difusión de los tópicos antiespañoles, que quedaron fijados en la memoria colectiva durante siglos. Nosotros también hemos contribuido a crear leyendas sobre nuestros enemigos, como no podía ser menos.
El reflujo de los tópicos negrolegendarios -todavía la RAE no incluye este término en su diccionario- aflora cada cierto tiempo a conveniencia de aquellos que quieren vencer una disputa en el terreno de la propaganda. Esa salida pudo ser un consuelo para los derrotados en su momento, como pensó Felipe II, que los venció a todos, pero se ha convertido en una forma más de hacer la guerra o de prepararla sin exponerse demasiado.
Los historiadores no pueden abordar el pasado desde la perspectiva de la leyenda negra y su refutación. Es un error. Ese debate termina en la simplificación y la historia es compleja e intrincada.
Para ejemplificarlo, voy a remitirme al periodo en que empezó a resquebrajarse la leyenda negra antiespañola. Hay un momento en la historia, coincidente con la Guerra de la Independencia, en el que la propaganda contraria al Imperio español coyunturalmente se transformó en favorable. Por una parte, los británicos empezaron a mirar a España de otro modo, porque necesitaron mirar a España de otro modo. La lucha contra Napoleón, en la que los españoles podían ser un aliado del Gobierno británico, trocó los clichés heredados en otros nuevos, de signo contrario. Entre 1807 y 1808, pasamos de ser bestias a indómitos guerreros, capaces de vencer al general corso. Francia, en cambio, siguió apelando con fuerza a la leyenda, pero incluso en el caso francés las poderosas imágenes de la propaganda de guerra también se vieron afectadas por el conocimiento directo de los soldados que cruzaron los Pirineos. Algo parecido podríamos decir de los americanos que se separaron de España en 1824.
Un joven noble polaco -las tropas napoleónicas no eran solamente francesas- se sorprendió con el país que encontró, tan distinto al de sus sueños con hidalgos, guitarras y mujeres manejando diestramente el abanico. La inmensa mayoría de los soldados no sabía prácticamente nada del lugar al que fue a combatir, pero volvieron y contaron su experiencia. La ocupación de los franceses abrió la puerta a una visión más compleja y más real de lo español. Aquella invasión marcó un nuevo comienzo, basado en el conocimiento directo, más allá del que podían ofrecer los viajeros ilustrados, aunque no desaparecieron los tópicos heredados.
Solo desde finales del siglo XIX se hizo un esfuerzo por acabar con los tópicos antiespañoles. Pero ese esfuerzo ha sido vano
España era un país próximo, pero distante del suyo. «A cuatro leguas de Bayona, se creería a mil leguas de Francia», dijo un galo consciente de su superioridad. La leyenda, claro, no desapareció súbitamente, pues ni siquiera hoy ha llegado a desvanecerse. En las cartas y los relatos de las tropas aparecen el atraso, las mujeres vestidas de negro, las capas, la suciedad, la pobreza, el orgullo, las corridas de toros, la influencia de la religiosidad barroca, la valentía del pueblo y la decadencia de las élites, la Inquisición y la falta de servicios. Incluso hizo fortuna el tópico de nuestra naturaleza oriental. Pero también aparecen elementos positivos, como nuestras carreteras, el cultivo de las tierras y la generosidad de la población.
La visión de los ocupantes no fue una visión homogénea, sino diversa. Hugo, que se educó en Madrid, llegó a aprender el idioma. Algunos, como el duque de Angulema, pudieron regresar unos años después y matizaron su primera imagen. La misma España que lo rechazó en 1808 fue la que lo acogió en 1823, porque vino a restaurar el absolutismo, y comprendió mejor a España a partir de entonces.
La posguerra llevó a muchos españoles al exilio, que atacaron el régimen fernandino, pero que también idealizaron su patria. Muchos británicos bebieron en esas fuentes y fueron capaces de reconstruir su imagen de España.
La leyenda no se acabó entonces, porque el Imperio español se siguió descomponiendo a lo largo del siglo y quienes quisieron aprovechar esa circunstancia no tenían más que recurrir a los mitos ya existentes. Por otra parte, España, aunque fuese puntualmente, se implicó en algunos conflictos más, por lo que no dejó de exponerse a nuevos ataques preñados de viejos argumentos. Solo desde finales del siglo XIX se hizo un esfuerzo por acabar con los tópicos antiespañoles. Pero ese esfuerzo ha sido vano.
La propaganda aún pervive y moviliza. En los últimos meses hemos visto derribar estatuas y atacar símbolos del pasado español y, evidentemente, ya no está en juego la continuidad del Imperio. La tensión hacia lo español es algo que no cesa y no va a cesar, porque España ayudó a construir el mundo en que vivimos y que se descompone cada día. Pero si realmente se quiere superar la leyenda, pensando a largo plazo, hay que ignorarla o al menos no focalizarse en ella y construir el relato histórico desde otros presupuestos que trasciendan a la refutación de ese argumentario.
Tras la Guerra de Independencia, España se puso de moda en Europa como destino exótico. Lugar de bandoleros, féminas con un puñal escondido en la liga y tan atrasado como encantador.
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